Un hombre con las piernas de hierro
Por Rafael Espinosa
Al final de un largo pasillo, en la habitación 109 del Sanatorio Rojas, está hospitalizado don Edmundo de León de León, el hombre de “las piernas de hierro”, el mismo que estuvo prensado entre los engranes de una máquina durante 45 minutos, en una constructora de Tuxtla Gutiérrez.
Por regla general en el sanatorio existe silencio, se respira tranquilidad y se siente fresco, sólo algunas enfermeras uniformadas de blanco se cruzan en el pasillo. En un balcón, al final del corredor del primer piso del edificio, está un amigo de don Edmundo recostado en una banca con vista a una calle privada.
Al cuestionarlo, se sienta acomodándose los cabellos y rehúsa hablar de la salud de don Edmundo, dice algo con cierta reserva, se nota en su rostro los desvelos por el tiempo vertido al estar pendiente de su amigo e indica que hable con su familia que está dentro de la recámara, a unos metros de ahí.
El reportero toca quedamente y luego gira el pomo de la puerta del cuarto 109, se asoma y se presenta oficialmente ante el hombre convaleciente y las cuatro personas que están a su alrededor que, después se sabe que son su esposa, dos amigos más y uno de sus hijos.
Autorizan el paso al periodista y comienza una charla alusiva al percance laboral, aunque al principio se desarrolla con cierto recelo; la desconfianza es notoria en sus expresiones, pero después la plática se vuelve un poco familiar.
Es una habitación del tamaño necesario para el paciente y unos cuantos familiares, es estrecho; con una televisión delgada empotrada a la pared y una banca con cojines forrados de plástico en el fondo, donde los parientes de don Edmundo están sentados, una ventana de cristal claro permite la entrada de la luz del sol de la una y media de la tarde.
Por indicación médica una lámpara móvil encendida mantiene cálida las piernas vendadas de don Edmundo. Él tiene ocho hijos, pero aparentemente sólo están dos y el resto se quedó en Bochil, donde tiene su domicilio.
Don Edmundo, de oficio mecánico industrial, sostiene una conversación serena que asienta bien con el ambiente de todo el edificio. A sus 57 años de edad, ahora cuenta que sus piernas inquebrantables han sufrido varios accidentes fatales, contando el que les ocurrió el pasado miércoles.
La primera vez fue hace 34 años, cuando en horas de trabajo como obrero cayó de unas estructuras de un edificio en construcción. Hace tres décadas se precipitó en un barranco cuando manejaba un tractor. Una vez un amigo lo llevaría a su casa en una motocicleta, sin embargo, durante el trayecto por azares del destino se rebanó el talón. No recuerda bien de dos accidentes más pero también son dignos de hacer mención, sin ser tan específicos.
Actualmente trabaja en una planta de mezcla asfáltica llamada “ALZ”, donde sufrió este último percance. Su patrón se hace cargo de los gastos médicos, incluso ofreció a su familia que se hospedara en un hotel, no obstante, su esposa y sus hijos se negaron. Están ahí, al borde de la cama, “para estar pendientes de él”, intervino con un gesto de agradecimiento la esposa de don Edmundo.
La entrevista se mantiene lineal, salvo un momento que el cuarto se llenó de risas al cuestionar a don Edmundo por el número de hijos en su familia.
—Tengo ocho —comenta.
—Son una familia grande —repone el comunicador.
—También somos una constructora — suelta con chanza en alusión a su sitio de trabajo y ríen todos.
De pronto la expresión de su rostro cambia con el asomo de las punzadas de dolor en sus piernas. Su esposa se levanta de donde está sentada. Don Edmundo pide a su mujer una enfermera, aunque sin tanta urgencia, al tiempo en que se acomoda sobre la cama. Los demás quedan sentados, inevitablemente sin dejar de ver al paciente que se quejaba en momentos.
El día que ingresó al sanatorio cinco médicos lo intervinieron e hicieron lo que la ciencia alcanza. Enmendaron venas, arterías, huesos y otras articulaciones, y le salvaron la pierna derecha que era la más grave.
—Es un milagro, una obra de Dios, tener mis piernas conmigo —dice y mira sus extremidades.
Al parecer los dolores se esfuman, pero vuelven esporádicamente.
Después de algunos espacios de silencio sin que nadie hilara la plática por los leves lamentos de don Edmundo, el reportero se despide respetuosamente y cierra la puerta al salir. La señora queda atenta de su esposo y un poco preocupada por los dolores de su marido, asimismo el resto del grupo queda ahí.
Al pie de la habitación 109, sobre el pasillo, el periodista topa a otro de los hijos de don Edmundo. Charlan escuetamente sobre el percance de trabajo de don Edmundo.
—A Dios gracias, le salvaron las piernas —agradece el muchacho en uno de sus comentarios.
El reportero se despide y vuelve por donde vino.
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